El fuerte Navidad by José Luis Muñoz

El fuerte Navidad by José Luis Muñoz

autor:José Luis Muñoz [Muñoz, José Luis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2002-05-21T04:00:00+00:00


Capítulo XIV

Había actitudes más hirientes que la posesión sórdida y brutal de su ser amado. El cuadro que encontró Marín de Urtubia al entrar en la cámara compartida fue para él infinitamente más desagradable que si Canayma se hallara desnuda entre los brazos de su rival. Ella estaba vestida, con su basto sayo monacal, bajo el que tenía que ser muy bella para, pese a él, parecerlo, y permanecía sentada sobre las rodillas del extremeño, que con sus grandes manos jugaba a peinar los sedosos cabellos de la indígena con una delicadeza que le era impropia. ¿Juan de la Plaza se humanizaba?

—Bien hallado, amigo Marín —le espetó con cierta sorna—. ¿Dónde os escondéis? Estoy hastiado de subir a los yacimientos de oro y contener a mis hombres cada vez que las pepitas brillan bajo el agua. Creo que delegaré en vos a partir de mañana.

—Superviso las defensas del fuerte. Mantengo el orden entre la tropa díscola. Organizo partidas de caza y recolecto frutas. Controlo que a los tainos que llegan al fuerte no les suceda nada malo. ¿Queréis que haga algo más?

No los miró mientras se dirigía a su parte de la cámara, tomaba su pliego de papiro, la pluma de guacamayo, cuya punta había afilado con el cuchillo, y destapaba el tintero.

—¿Qué escribís?

—La crónica de los sucesos del Nuevo Mundo, capitán. Una misión por la que el Almirante aceptó dejarme en tierra. Doy fe de los sucesos que han tenido lugar desde que partieron las naves.

—No son fiables las historias, siempre callan aspectos incómodos.

—Ésta lo será.

—Veamos. ¿Contáis el ajusticiamiento de Bermúdez?

—Con pelos y señales, con toda su carga de inútil crueldad.

—¿El ahorcamiento de Reynal?

—Sí, y ése es un extenso capítulo en el que vos tuvisteis gran parte. Todavía sigo sin entender vuestro interés en que fuera muerto. No entiendo vuestro doble juego.

—No lo condené a muerte yo, sino el tirano.

—¿Qué tirano?

Dejó de acariciar los cabellos de la taina y la alejó de sí con una azotaina.

—Tráeme un cuenco de agua fresca, y otro para mi amigo.

Esperó a que saliera por la puerta para seguir hablando.

—Dejemos a un lado los subterfugios —dijo levantándose y acercándose a Marín—. Sabéis bien quién es el tirano.

—Si os referís a Diego de Arana, discrepo con vos. No es tirano quien, para cada decisión que toma, debe pedir consejo a los que lo rodean.

—Porque es un tirano cobarde, amigo. Pero tirano, al fin y al cabo. ¿Es justo que nuestros hombres y nosotros mismos no podamos guardarnos el oro que extraemos? ¿Es justo que lo guarde, el desconfiado, en un cofre con llave en su cámara para sí mismo? ¿Es justo que empiece a hablar de privar de los goces carnales a quienes se parten por él el espinazo de sol a sol en una montaña infecta? ¿Es justo penar de mal comer, de no beber, de enfermedades, para que alguien se lleve todo el honor sobre sus hombros? Eso deberíais escribir, literato, en vuestra crónica.

Levantó Marín sus ojos y buscó los del extremeño entre las hirsutas cejas.



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